Consecuencia quizás de
una mirada perversa y cruel, hay algo no sólo decrépito sino
doliente en los cuerpos creados por Egon Schiele: la piel siempre
lacerada, las contorsiones, la descontextualización. El dolor está
asociado a la sexualidad por un vínculo de postrimerías,
escatológico, mucho más ambiguo que la mirada abiertamente
despiadada de Lucien Freud o Francis Bacon. Es tan sólo una sutileza
lo que los diferencia, un matiz, pero que no desaparece a pesar de
las similitudes: las texturas, la dislocación corporal y los demás
procedimientos que asemejan sus obras no pueden ocultar las
radicalmente diferentes significaciones que cada uno de ellos asocia
al cuerpo humano desnudo...
Tal vez, el secreto esté
en las sinuosas líneas con que Schiele traza las imágenes. Las
figuras vibran de una forma particular. Su carne parece temblar ante
la cercanía del contacto o la mera posibilidad de. Aún cuando
aparecen solitarias, algo morbosamente placentero las hace estremecer
y modifica el sentido de los elementos restantes: donde -en Freud,
por ejemplo- las laceraciones, la morbidez y la propia exposición
significarían decrepitud, abandono, desvalimiento, etc., el sesgo
erótico de Schiele lo transforma en una forma casi patológica de
sexualidad.
El placer y el dolor son
un binomio extraño. Términos unidos siempre con el único factor
del grado como diferencia. De lo tenue a lo extremo. De lo recíproco
a lo unidireccional. Sumisión y dominio. Esta mezcla de contrarios
enriquece sus obras tan en apariencia precarias y desprovistas. Y es
que la línea que separa lo pornográfico de lo erótico no es tanto
la diferencia entre explícito y sutil, entre exposición e
insinuación, cuanto la presencia de la ambigüedad en alguna de sus
formas. La desnudez de los cuerpos plasmados por Freud o Bacon no es
pornográfica porque carece de contenido sexual. No hay otra cosa que
la violencia de existir: los estragos del paso del tiempo, el horror
ante la decadencia, la inadecuación al contexto en que las figuras
se encuentran encerradas, etc.
Pero gran parte de la
obra de Schiele confronta el dolor con el deseo, y esa confrontación
evita que imágenes abiertamente sexuales, explícitas, diáfanas, se
conviertan en pornografía. Su erotismo reside en ahondar en el
sentido del sexo, en su controvertida y extraña naturaleza.
No se trata sólo de un
ataque a la hipócrita moral burguesa de la Viena de principios de
siglo, sino de un análisis de la facticidad límite del individuo:
consumiéndose, deteriorándose a cada paso, incluso a causa del
placer.
No oculta que la soledad
natural a la que él entiende que estamos condenados ni se salva ni
se palía por la unión momentánea con el “otro”. El sexo, que
implícita o explícitamente se contiene en un considerable número
de sus cuadros, no representa para Schiele más que la constatación
de esa imposibilidad física y espiritual de abandonar nuestro
insoslayable estado de soledad existencial. Tras el fugaz instante de
ilusión en que dos cuerpos se unen, quedan el vacío y el dolor que
surge del deseo, recordatorios ambos del engaño a que nos
abandonamos durante el sexo.
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