lunes, 29 de julio de 2013

Sexo (1): Egon Schiele


Consecuencia quizás de una mirada perversa y cruel, hay algo no sólo decrépito sino doliente en los cuerpos creados por Egon Schiele: la piel siempre lacerada, las contorsiones, la descontextualización. El dolor está asociado a la sexualidad por un vínculo de postrimerías, escatológico, mucho más ambiguo que la mirada abiertamente despiadada de Lucien Freud o Francis Bacon. Es tan sólo una sutileza lo que los diferencia, un matiz, pero que no desaparece a pesar de las similitudes: las texturas, la dislocación corporal y los demás procedimientos que asemejan sus obras no pueden ocultar las radicalmente diferentes significaciones que cada uno de ellos asocia al cuerpo humano desnudo...

Tal vez, el secreto esté en las sinuosas líneas con que Schiele traza las imágenes. Las figuras vibran de una forma particular. Su carne parece temblar ante la cercanía del contacto o la mera posibilidad de. Aún cuando aparecen solitarias, algo morbosamente placentero las hace estremecer y modifica el sentido de los elementos restantes: donde -en Freud, por ejemplo- las laceraciones, la morbidez y la propia exposición significarían decrepitud, abandono, desvalimiento, etc., el sesgo erótico de Schiele lo transforma en una forma casi patológica de sexualidad.

El placer y el dolor son un binomio extraño. Términos unidos siempre con el único factor del grado como diferencia. De lo tenue a lo extremo. De lo recíproco a lo unidireccional. Sumisión y dominio. Esta mezcla de contrarios enriquece sus obras tan en apariencia precarias y desprovistas. Y es que la línea que separa lo pornográfico de lo erótico no es tanto la diferencia entre explícito y sutil, entre exposición e insinuación, cuanto la presencia de la ambigüedad en alguna de sus formas. La desnudez de los cuerpos plasmados por Freud o Bacon no es pornográfica porque carece de contenido sexual. No hay otra cosa que la violencia de existir: los estragos del paso del tiempo, el horror ante la decadencia, la inadecuación al contexto en que las figuras se encuentran encerradas, etc.

Pero gran parte de la obra de Schiele confronta el dolor con el deseo, y esa confrontación evita que imágenes abiertamente sexuales, explícitas, diáfanas, se conviertan en pornografía. Su erotismo reside en ahondar en el sentido del sexo, en su controvertida y extraña naturaleza.

No se trata sólo de un ataque a la hipócrita moral burguesa de la Viena de principios de siglo, sino de un análisis de la facticidad límite del individuo: consumiéndose, deteriorándose a cada paso, incluso a causa del placer.

No oculta que la soledad natural a la que él entiende que estamos condenados ni se salva ni se palía por la unión momentánea con el “otro”. El sexo, que implícita o explícitamente se contiene en un considerable número de sus cuadros, no representa para Schiele más que la constatación de esa imposibilidad física y espiritual de abandonar nuestro insoslayable estado de soledad existencial. Tras el fugaz instante de ilusión en que dos cuerpos se unen, quedan el vacío y el dolor que surge del deseo, recordatorios ambos del engaño a que nos abandonamos durante el sexo.

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