lunes, 12 de agosto de 2013

Sexo (3): Sade, Apollinaire, Wilde


Todo intento de sostener la diferenciación entre pornografía y erotismo sobre la base de los antónimos explícito/implícito se disuelve al confrontarse con obras como Justine (Sade), Las once mil vergas (Apollinaire) o Teleny (Wilde, si es que la atribución es correcta). Todo en ellas es explícito; no hay insinuación alguna sino descripción precisa y detallada.

Cuando Sade compara la vida de Justine con la de su hermana, hay una clara intención moral, una crítica evidente y feroz contra la sociedad de su tiempo. La cándida y bienintencionada Justine cae en un periplo de depravaciones involuntarias que la degradan a cada paso. Su recta y puritana moral es incompatible con una sociedad hipócrita y cruel que se aprovecha de su credulidad. No hay estamento que se salve; en todos es forzada y vejada.
En cambio, su hermana, Juliette, acepta el juego de hipocresías e imposturas y alcanza la cima del reconocimiento y la posición social. Su conducta y cinismo son como los de todos aquellos que conforman la alta sociedad de su tiempo, lo que le permite esquivar la deshonra, la pobreza y la violencia. El mensaje es claro: la virtud no es recompensada, sino castigada; mientras que el vicio siempre obtiene el éxito que busca.
Pero, por sí mismo, el argumento de la novela no justificaría la prolija exposición de las vejaciones a las que Justine es sometida. Ha de haber algún motivo para tanto detalle, más allá de la mera intención de escandalizar. Y es que su relevancia no radica en algo tan simple como la denuncia de la hipocresía que rige la sociedad francesa de finales del XVIII, ni en la exposición de una filosofía moral tan reduccionista.
La sexualidad le sirve a Sade para escarbar más hondo, para hacer que el lector que se quiera sentir una excepción dentro del entorno que le rodea se encuentre a sí mismo sintiendo un oscuro placer con la lectura de la colección de violaciones que componen la obra. Poder y violencia asociados al sexo. Deseo e instinto afloran desde los rincones en que hemos querido escondérnoslos y nos recuerdan nuestras propias oscuridades. Cómo no culpabilizarnos al notar nuestra excitación cuando leemos determinados pasajes en los que Justine es violada y sometida de todas los formas imaginables. O empatizamos con su sumisión con el dominio de quien la fuerza. En cualquier caso, o nos mueve el sufrimiento o el poder, pero ambos en grados extremos, patológicos. Ya no podemos razonar en nuestro favor. No hay justificaciones posibles como las que podríamos utilizar para legitimar los modos en que hemos obtenido lo que tenemos. Participamos del vicio porque participamos de los perversos placeres que se describen en la novela.
Sin necesidad de acudir a lecciones morales estructurantes, Apollinaire opera con la misma intención en Las once mil vergas, y por mucho que se busquen subterfugios como el surrealismo o el mero humor como formas no traumáticas de afrontar la obra, lo cierto es que no son más excusas con las que evitar preguntarse por los motivos reales de la excitación que provoca. De qué otra manera podríamos asumir que no nos traumatice la muerte de una sirvienta en medio de una orgía desenfrenada -por poner sólo un ejemplo. Quizás queriendo hacer pasar por compasión o repulsa lo que no es más que cierta contrariedad: algo ha oscurecido un momento de máxima excitación.
Sexo y muerte son conceptos asociados ya desde el psicoanálisis, pero seguimos resistiéndonos a la fuerza de atracción de una idea que nos perturba y cuestiona nuestras convicciones. Esta novela de Apollinaire ahonda en la debilidad de nuestra negación recurriendo a la libido.
Posiblemente Teleny intente socavar el rechazo a la homosexualidad usando el mismo recurso: acudir al deseo como puerta de acceso a la moralidad establecida e incuestionada. A la vez que evidencia la normalidad de prácticas sexuales oficialmente prohibidas.
Volvemos por lo tanto a Justine. En Teleny se critica, con la virulencia del deseo inconfesado que aflora por medio de la ficción, la hipocresía de una sociedad que establece como pauta de comportamiento, como código moral, lo contrario de aquello que practica.

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