Todo
intento de sostener la diferenciación entre pornografía y erotismo
sobre la base de los antónimos explícito/implícito
se disuelve al confrontarse con obras como Justine (Sade),
Las once mil vergas (Apollinaire) o Teleny (Wilde, si
es que la atribución es correcta). Todo en ellas es explícito; no
hay insinuación alguna sino descripción precisa y detallada.
Cuando
Sade compara la vida de Justine con la de su hermana, hay una clara
intención moral, una crítica evidente y feroz contra la
sociedad de su tiempo. La cándida y bienintencionada Justine cae en
un periplo de depravaciones involuntarias que la degradan a cada
paso. Su recta y puritana moral es incompatible con una sociedad
hipócrita y cruel que se aprovecha de su credulidad. No hay
estamento que se salve; en todos es forzada y vejada.
En
cambio, su hermana, Juliette, acepta el juego de
hipocresías e imposturas y alcanza la cima del reconocimiento y la
posición social. Su conducta y cinismo son como los
de todos aquellos que conforman la alta sociedad de su tiempo, lo
que le permite esquivar la deshonra, la pobreza y la violencia. El
mensaje es claro: la virtud no es recompensada, sino castigada;
mientras que el vicio siempre obtiene el éxito que busca.
Pero,
por sí mismo, el argumento de la novela no justificaría la
prolija exposición de las vejaciones a las que Justine es
sometida. Ha de haber algún motivo para tanto detalle, más allá de
la mera intención de escandalizar. Y es que su relevancia
no radica en algo tan simple como la denuncia de la
hipocresía que rige la sociedad francesa de finales del XVIII, ni en
la exposición de una filosofía moral tan reduccionista.
La
sexualidad le sirve a Sade para escarbar más hondo, para hacer
que el lector que se quiera sentir una excepción dentro del entorno
que le rodea se encuentre a sí mismo sintiendo un oscuro placer con
la lectura de la colección de violaciones que componen la obra.
Poder y violencia asociados al sexo. Deseo e instinto afloran
desde los rincones en que hemos querido escondérnoslos y nos
recuerdan nuestras propias oscuridades. Cómo no culpabilizarnos
al notar nuestra excitación cuando leemos determinados pasajes en
los que Justine es violada y sometida de todas los formas
imaginables. O empatizamos con su sumisión con el dominio de quien
la fuerza. En cualquier caso, o nos mueve el sufrimiento o el
poder, pero ambos en grados extremos, patológicos. Ya no podemos
razonar en nuestro favor. No hay justificaciones posibles como las
que podríamos utilizar para legitimar los modos en que hemos
obtenido lo que tenemos. Participamos del vicio porque participamos
de los perversos placeres que se describen en la novela.
Sin
necesidad de acudir a lecciones morales estructurantes, Apollinaire
opera con la misma intención en Las once mil vergas, y
por mucho que se busquen subterfugios como el surrealismo o el mero
humor como formas no traumáticas de afrontar la obra, lo cierto es
que no son más excusas con las que evitar preguntarse por los
motivos reales de la excitación que provoca. De qué otra manera
podríamos asumir que no nos traumatice la muerte de una sirvienta en
medio de una orgía desenfrenada -por poner sólo un ejemplo. Quizás
queriendo hacer pasar por compasión o repulsa lo que no es más que
cierta contrariedad: algo ha oscurecido un momento de máxima
excitación.
Sexo
y muerte son conceptos asociados ya desde el psicoanálisis, pero
seguimos resistiéndonos a la fuerza de atracción de una idea que
nos perturba y cuestiona nuestras convicciones. Esta novela de
Apollinaire ahonda en la debilidad de nuestra negación recurriendo a
la libido.
Posiblemente
Teleny intente socavar el rechazo a la
homosexualidad usando el mismo recurso: acudir al deseo como
puerta de acceso a la moralidad establecida e incuestionada. A la vez
que evidencia la normalidad de prácticas sexuales oficialmente
prohibidas.
Volvemos
por lo tanto a Justine. En Teleny se critica, con la
virulencia del deseo inconfesado que aflora por medio de la ficción,
la hipocresía de una sociedad que establece como pauta de
comportamiento, como código moral, lo contrario de aquello que
practica.
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