No muy distinto de las
obras de Schiele es el trato ambiguo que Tahar Ben Jelloun da a la
sexualidad que recorre su novela La reclusión solitaria:
“La voz de una mujer.
Una extranjera. Una desconocida, una ola que da vuelta a mis
párpados. La espuma es azul. Mi miembro se levanta y se cae. Mis
piernas tiemblan en la noche que ovilla mi deseo. ¿Qué deseo? Una
locura que tropieza; y con los dedos aprieto mi miembro que grita.
¿Qué deseo?”
Y un poco más abajo:
“Mi mano es una vagina.
Una enorme vagina que se abre a mi canto. Tengo veintiséis años, y
los dedos del sol me revuelven el estómago. Mi mano está caliente.
Mi miembro se levanta. Un tropel de imágenes invade las palabras
metálicas. Caen una tras otra; escojo la más bella, la más
inaccesible y la fijo. Mi miembro erguido hacia el cielo escupe el
placer de papel, escupe mi cansancio y mi dolor. Me acurruco en mi
baúl. Aprieto las piernas. Tengo frío. El baúl se ha inundado. Se
disipan los espejos. La voz de la extranjera es un estertor que me
sale de las tripas.”
El sexo es una suerte de
alivio patológico al que el protagonista recurre a pesar del vacío
que al cabo dejará en su interior. No encuentra ni consuelo ni
liberación alguna en el recurso de la masturbación. El encierro
físico y mental en que se halla no desaparece, y la soledad se
vuelve aún más presente y claustrofóbica porque se anuda al
desarraigo:
“Desde hace algún
tiempo, vivo como un árbol arrancado a sus raíces. Seco y expuesto
en un escaparate; ya no siento la tierra.”
Como los personajes de
Schiele, Freud o Bacon, todo su contexto es la habitación, el baúl,
en que se refugia y que limita el marco de referencias. Ahí dentro
no hay más que su cuerpo y las palabras con las que recrea el
exterior a su cuerpo, y con las que construye las imágenes que le
sirven para transformar su mano en un cuerpo ajeno que lo satisfaga.
Pero es inevitable que al
final esas mismas palabras se desmaterialicen y el dolor de la
soledad lo inunde de nuevo a causa de la añoranza del “otro”, de
la imposibilidad de abandonar su aislamiento existencial, agravado en
este caso por el desarraigo del emigrante. Para él han desaparecido
las referencias, los asideros a los que recurrir para no sentir el
abandono en el que se encuentra. El sexo se tiñe de añoranzas
frustradas, de la nada tras la fugacidad del placer, y de la angustia
en que lo sume ese vacío momentáneamente esquinado.
Ese mismo tema, el de la
persecución del “otro”, es también el punto de partida de
Amores que atan, de Julián Ríos. Pero la deriva que toma la
historia es lascívamente lúdica y la sexualidad no reside en la
imagen, sino en el propio lenguaje, que aviva sus connotaciones
sexuales con cada combinación.
El sexo en esta obra de
Ríos es abstracto, verbal, implícito no tanto en las palabras en
sí, cuanto en los espacios vacíos que las separan. La literalidad
de las frases se ve constantemente violentada por los sentidos
implícitos que traen anudados. Es una especie de resonancia, una
pulsión interna del lenguaje con el que se expresa, que llega a
nosotros soterradamente y en oleadas, como en determinados pasajes de
La Regenta, donde una tórrida sexualidad apenas si se filtra
por entre los huecos que dejan las palabras. Unas manos que coinciden
en medio del proceso de preparar una masa para cocinar, calor,
cuerpos sudorosos, el rastro del trayecto de una mirada captado por
los procesos de la percepción, que completan lo que no se ha
visto...
¿Insinuación? No tanto
como el halo provocativo de un instante en el que con el sexo se
entremezcla la emoción del riesgo, la dinámica social y la
represión.
Lo que se explota no es
una sexualidad desnuda y evidente, sino el sexo como mecanismo de
perversión, de debilitamiento de las estructuras establecidas. Las
palabras son conflictivas porque su contenido es realmente erótico,
sin importar lo explícitas que puedan ser.
En Amores que atan, en
cambio, no hay nada de escandaloso, salvo la subversiva idea
del sexo como juego, desdramatizado, lúdico y lúcido a la vez.
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