lunes, 5 de agosto de 2013

Sexo (2): Tahar Ben Jelloun, Julián Ríos


No muy distinto de las obras de Schiele es el trato ambiguo que Tahar Ben Jelloun da a la sexualidad que recorre su novela La reclusión solitaria:
“La voz de una mujer. Una extranjera. Una desconocida, una ola que da vuelta a mis párpados. La espuma es azul. Mi miembro se levanta y se cae. Mis piernas tiemblan en la noche que ovilla mi deseo. ¿Qué deseo? Una locura que tropieza; y con los dedos aprieto mi miembro que grita. ¿Qué deseo?”

Y un poco más abajo:
“Mi mano es una vagina. Una enorme vagina que se abre a mi canto. Tengo veintiséis años, y los dedos del sol me revuelven el estómago. Mi mano está caliente. Mi miembro se levanta. Un tropel de imágenes invade las palabras metálicas. Caen una tras otra; escojo la más bella, la más inaccesible y la fijo. Mi miembro erguido hacia el cielo escupe el placer de papel, escupe mi cansancio y mi dolor. Me acurruco en mi baúl. Aprieto las piernas. Tengo frío. El baúl se ha inundado. Se disipan los espejos. La voz de la extranjera es un estertor que me sale de las tripas.”

El sexo es una suerte de alivio patológico al que el protagonista recurre a pesar del vacío que al cabo dejará en su interior. No encuentra ni consuelo ni liberación alguna en el recurso de la masturbación. El encierro físico y mental en que se halla no desaparece, y la soledad se vuelve aún más presente y claustrofóbica porque se anuda al desarraigo:
“Desde hace algún tiempo, vivo como un árbol arrancado a sus raíces. Seco y expuesto en un escaparate; ya no siento la tierra.”

Como los personajes de Schiele, Freud o Bacon, todo su contexto es la habitación, el baúl, en que se refugia y que limita el marco de referencias. Ahí dentro no hay más que su cuerpo y las palabras con las que recrea el exterior a su cuerpo, y con las que construye las imágenes que le sirven para transformar su mano en un cuerpo ajeno que lo satisfaga.
Pero es inevitable que al final esas mismas palabras se desmaterialicen y el dolor de la soledad lo inunde de nuevo a causa de la añoranza del “otro”, de la imposibilidad de abandonar su aislamiento existencial, agravado en este caso por el desarraigo del emigrante. Para él han desaparecido las referencias, los asideros a los que recurrir para no sentir el abandono en el que se encuentra. El sexo se tiñe de añoranzas frustradas, de la nada tras la fugacidad del placer, y de la angustia en que lo sume ese vacío momentáneamente esquinado.

Ese mismo tema, el de la persecución del “otro”, es también el punto de partida de Amores que atan, de Julián Ríos. Pero la deriva que toma la historia es lascívamente lúdica y la sexualidad no reside en la imagen, sino en el propio lenguaje, que aviva sus connotaciones sexuales con cada combinación.
El sexo en esta obra de Ríos es abstracto, verbal, implícito no tanto en las palabras en sí, cuanto en los espacios vacíos que las separan. La literalidad de las frases se ve constantemente violentada por los sentidos implícitos que traen anudados. Es una especie de resonancia, una pulsión interna del lenguaje con el que se expresa, que llega a nosotros soterradamente y en oleadas, como en determinados pasajes de La Regenta, donde una tórrida sexualidad apenas si se filtra por entre los huecos que dejan las palabras. Unas manos que coinciden en medio del proceso de preparar una masa para cocinar, calor, cuerpos sudorosos, el rastro del trayecto de una mirada captado por los procesos de la percepción, que completan lo que no se ha visto...
¿Insinuación? No tanto como el halo provocativo de un instante en el que con el sexo se entremezcla la emoción del riesgo, la dinámica social y la represión.
Lo que se explota no es una sexualidad desnuda y evidente, sino el sexo como mecanismo de perversión, de debilitamiento de las estructuras establecidas. Las palabras son conflictivas porque su contenido es realmente erótico, sin importar lo explícitas que puedan ser.
En Amores que atan, en cambio, no hay nada de escandaloso, salvo la subversiva idea del sexo como juego, desdramatizado, lúdico y lúcido a la vez.

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