martes, 19 de marzo de 2013

Shame, de Steve McQueen:


No voy a dedicar esta entrada al conjunto de esta película protagoniza por Michael Fassbender; sólo quiero referirme a tres secuencias concretas que quizás puedan pasar desapercibidas, pero que desde mi punto de vista son el verdadero núcleo de la caracterización interna del protagonista, y, por ello, una reflexión más extensa acerca del “trinomio” soledad, sexo y deseo sobre el que se sostiene la historia.
En el minuto 46, justo antes de la cita con su compañera de trabajo –Marianne-, vemos a Brandon Sullivan en la calle, de noche, mirando hacia un edificio en donde se desarrolla una escena de sexo en la que una mujer, apoyada contra el ventanal exterior de una habitación, es penetrada desde atrás por un hombre al que apenas si podemos ver. A continuación, llega al restaurante donde se ha citado con Marianne y, desde el primer momento, la conversación que mantienen revela las enormes diferencias personales que existen entre ellos, especialmente respecto al significado de las relaciones.
En el minuto 60, después de un primer amago de sexo con ella en la oficina, Brandon decide llevarla al mismo hotel en el que vio a la pareja haciéndolo contra el ventanal de la habitación. Pero una vez allí, es incapaz de tener una erección. Se percibe que sus respectivas formas de excitarse son completamente distintas, hasta el punto de que ella lo bloquea en dos o tres ocasiones, intentando llevarlo a un ritmo distinto, más cercano, lo que acaba en un desencuentro tras el que Marianne decide marcharse.
Finalmente, en el minuto 68, enlazada con la secuencia anterior, vemos al personaje de Fassbender reproduciendo exactamente la imagen que había visto desde el exterior, pero esta vez con una mujer distinta.


Toda la controversia interna de Brandon Sullivan que reflejan estas secuencias gira en torno a la paradoja inherente a la imagen pornográfica, que, a la vez que aviva nuestro deseo, activa nuestra libido y nos mueve hacia el sexo, limita el propio deseo y lo condiciona, apresándolo de tal forma que no puede extenderse más allá de la imagen que lo ha alentado. Nos hace rehenes de su cumplimiento, de que lo que la realidad nos ofrezca para saciarnos se corresponda exactamente con la expectativa generada. La escena a la que el personaje de Fassbender asiste como mero espectador, justo antes de la cena con su compañera de trabajo (con quien parece pretender aventurarse en una relación que cambie su propia dinámica vital; o a eso apuntan los 40 minutos previos de película), provoca que, desde la misma cita, lo que aguarda de ella haya quedado automáticamente condicionado, a su pesar, por esas imágenes, y que su manera de intentar superar las evidentes diferencias vitales que ambos percibieron en su conversación fuese, precisamente, por medio del sexo y, más en concreto, por medio de la reproducción mimética de la escena, aún fresca, del hotel.
Es entonces cuando, por el encadenamiento de las dos secuencias siguientes, en las que se nos muestra el fracaso con Marianne ligado al sexo con una mujer rubia justo en el mismo escenario, se nos desvela que no se trata de un mero adicto al sexo, sino de una personalidad mucho más compleja y retorcida que la caracterizada por esa etiqueta simplificadora.
El fracaso sexual con su compañera se debe a la convergencia de dos factores que actúan de forma conjunta: la falta de correspondencia entre el deseo y lo que ella le ofrece (incluida la carga sentimental que Marianne introduce en el momento, que no intervenía en la escena a la que él había asistido desde el otro lado de la ventana) y el bloqueo que ella manifiesta ante la impotencia del personaje de Fassbender. Sutilmente, McQueen introduce, junto al condicionamiento pornográfico y al bloqueo sentimental del protagonista, la incapacidad de ella de dar una respuesta realmente activa a la situación. Se limita a ampararse tras una frase tópica y falsamente comprensiva y, en contradicción con lo que acaba de decir, a huir, en parte ofendida por lo que está sucediendo, como si su papel fuese limitarse a responder a los estímulos de Brandon, pero sin autonomía para llevar la iniciativa o asumir la responsabilidad de compartirlo o intentar remediarlo. No es pues sólo que él se haya visto atrapado por la estrechez de su deseo, sino que, del otro lado tampoco es posible esperar una actitud capaz de enfrentarse con el problema. Todo eso desaparece en el caso de la mujer rubia con la que lo vemos a continuación reproducir la escena que deseaba, cumpliendo milimétricamente con las exigencias de sus pulsiones, satisfecho, saciado al final e incluso proyectándose, gracias a un plano tomado desde el mismo lugar desde el que él había estado observando la noche anterior (que el director intercala con el plano desde el interior de la habitación), hacia el exterior del momento, poniéndose en la posición de quienes pudiesen verlos, como él había hecho antes: participante y voyeur a la vez.
Así que la aparente ruptura de la relación que iniciaban no se debe, en última instancia, a lo sucedido en la habitación del hotel, sino al condicionamiento que la imagen de la escena real, pero tratada pornográficamente, tuvo sobre Brandon, quien se ve atrapado entonces por un círculo vicioso de deseo frustrado: la pornografía despierta su deseo; él intenta satisfacerlo con Marianne, pero se encuentra con que lo que le ofrece no responde a las expectativas que despertaron sus impulsos, así que la excitación provocada se hunde ante la realidad  de un “otro” que no comparte sus mismas motivaciones; eso lo conduce al profundo hastío de una soledad incapaz de expandirse en una sexualidad espontánea, abierta a lo que surja en cada momento; lo que lo lleva de nuevo a la pornografía y a sus estrecheces. 

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