En contra de lo que pueda parecer, lo peor de una película
como Lincoln no es el hecho de que la
trama central que impulsa la acción sea casi un lugar común dentro del cine de
Hollywood y de la producción televisiva americana; ni que una cinta de 149
minutos haya sido rellenada con escenas sostenidas únicamente por la recreación
de la brillantez oratoria del presidente; ni, lo que suele ser aún peor, que
Spielberg haya sido incapaz de abandonar el posicionamiento maniqueo e infantilizante de buenos frente a malos, en el que los primeros son
inteligentes, brillantes y, a pesar de ciertas sombras, íntegros, mientras que
sus antagonistas son mezquinos, perversos y limitados intelectualmente
(diputados demócratas que se dejan comprar fácilmente; jefes del partido
demócrata de oratoria mediocre, aunque arteros y con fuerza para coaccionar a
sus colegas; y la actitud mendicante de los representantes del gobierno
confederado –incoherente con la valentía casi medieval con la que rechazan la
oferta de paz o rendición que Lincoln les ofrece); ni siquiera, finalmente, el
uso de los manidos elementos narrativos con los que Spielberg reiteradamente
estructura su punto de vista cinematográfico, como la presencia casi patológica
de la mirada infantil en casi toda su filmografía (si no es una mirada
ontológicamente infantil, es un punto de vista asimilado, como en War
Horse), a modo de cruzada pro “todos los
públicos” y de remisión al concepto de “inocencia”, tan asentado en lo más
hondo de la cultura estadounidense. La supuesta pureza que representa la
perspectiva del niño, más como arquetipo que como personaje con entidad propia,
en la mayor parte de su cine, abre para el espectador, en especial el
norteamericano, una puerta salvífica a su propia inocencia, dentro del contexto
de la historia que se aborda en cada caso, por medio de la identificación con
ese punto de vista limpio de culpa. Cuente lo que cuente, el espectador está a
salvo de responsabilidad a través de ese personaje clave, así que la suciedad
no puede alcanzarle: nada de lo que sucede se debe a sus actos.
Como digo, todos estos aspectos no son lo peor porque podrían haberse obviado si Spielberg hubiese tratado de ofrecer una visión menos convencional y menos políticamente correcta. Que la guerra, las postrimerías de la guerra, sólo sean un telón de fondo sería un gran hallazgo si la cinta tan sólo insinuara que la abolición de la esclavitud no fue su única causa (muchos piensan que tan sólo fue una excusa), y que hubo otros factores muy relevantes que llevaron al conflicto. Cómo si no se iba a concebir que unos estados del norte donde se practicaba la segregación racial apoyasen una guerra fraticida semejante. Porque, aunque parece ser cierto que en el norte existían movimientos abolicionistas bien estructurados, no se puede olvidar que a la vez también existía una fuerte segregación. Spielberg llena los discursos privados y públicos de Lincoln con la palabra abolición para ocultar que detrás de todo ello había conflictos económico-políticos de enorme trascendencia. En esencia, los estados del norte, lanzados a un imparable proceso de industrialización, pretendían que el gobierno federal se fortaleciese y descollase por encima de la fuerza de los gobiernos estatales (Muy en contra de la frase de la película en la que Lincoln afirma estar dotado de un poder inmenso, a mediados del S XIX, existía una lucha entre dos modelos de Unión: el modelo que abogaba por la autonomía y libre unión de los estados –defendido por los demócratas y los estados del sur- y el que abogaba por una Unión Federal más fuerte y por lo tanto un gobierno federal con mayores poderes –apoyado por los republicanos y los estados del norte). Por su parte, los estados que formaron la confederación, cuya economía estaba basada casi exclusivamente en el monocultivo del algodón, defendían el modelo de la libre asociación (el mismo que había servido de base política para justificar la lucha por la independencia frente al Imperio Británico). Los estados del norte querían que el gobierno de la unión impulsase y financiase, a favor del comercio –la formación de un mercado interior unificado- y la industria que querían desarrollar, políticas de infraestructuras a gran escala con las que unir y estructurar el país (¿quién pagaría los impuestos para costearlas?) y además abogaban por que se impusiesen aranceles a la importación de manufacturas. Las consecuencias de estas políticas eran perniciosas para los estados del sur: los aranceles a la importación supondrían que el algodón americano no podría exportarse, ya que los estados afectados (como Gran Bretaña) impondría a su vez aranceles a la importación de su producción, lo que implicaría que se verían limitados al propio mercado del norte, cuyas industrias tendrían el poder de imponerles los precios y, por lo tanto, el poder de condenarlos a depender de su voluntad y de obligarles a comprar sus manufacturas a un precio superior al coste de las manufacturas extranjeras (en el fondo, se convertirían en lo que habían dejado de ser gracias a la Guerra de Independencia: una colonia, pero esta vez, de los estados industrializados del norte de EE.UU.). Es decir, el sistema que pretendían imponer los estados “abolicionistas” de la Unión significaba la sumisión económica y política de los estados del sur frente al predominio del incipiente poder industrial. Es verdad que el abolicionismo también formaba parte del discurso y del modelo de los estados que se mantuvieron en la Unión, pero, como casi cualquier economista sostiene, porque es mucho más productivo un trabajador asalariado que un esclavo (quizás deberíamos preguntarnos por qué y qué importancia ha tenido este hecho en la historia reciente).
La, a mi juicio, fallida película Kill them softly (basada en la novela de Geroge V. Higgins) termina
con esta reflexión final del protagonista (sobre el fondo sonoro de un discurso
de Barack Obama): “Amigo mío, Jefferson es un santo norteamericano. Escribió la
frase ‘Todos los hombres fueron criados iguales’, que él no se creía pues
permitió que sus hijos viviesen como esclavos. Era un esnob harto de pagar
impuestos a los británicos. Sí, escribió unas bellas palabras y agitó a la
plebe, que luchó y murió por ellas mientras él se recostaba, se bebía su vino y
se follaba a su esclava. Este tío [señalando a la televisión, donde Obama
continúa con su discurso] quiere que creamos que vivimos en una comunidad, ¡no
me hagas reír! Yo vivo en América, y en América estás solo. América no es país,
sólo es un negocio. Así que paga hijo de puta.”
Me ha parecido una explicación muy interesante y diferente a la que solemos escuchar y sobretodo, ver en la películas
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